El 12 de enero de 2010 un terremoto de 7 grados en la escala de Richter dejó la capital de Haití bajo los escombros, con un saldo de más de 200.000 muertos. La infraestructura del gobierno central y los gobiernos locales quedó completamente colapsada. 

Eran los últimos momentos del atardecer cuando la tierra empezó a temblar. A temblar y a abrirse, porque en algunos lugares «la carretera se abrió por la mitad». El terremoto tuvo una magnitud de 7,3 grados según la escala de Richter, y duró más de un minuto. Pero los efectos humanos, sociales y económicos se multiplican cuando eso ocurre en el país más pobre de América.

Era el martes 12 de enero. El epicentro se localizó cerca de Puerto Príncipe, la capital del país, en la que se aglomeran casi dos millones de habitantes, de los aproximadamente nueve que tiene la nación caribeña. El primer temblor fue seguido en muy poco tiempo de varias y fuertes réplicas de magnitud alta, que contribuyeron a aumentar el pánico inicial.

Los efectos del terremoto para los haitianos son, fueron y serán devastadores. Se trata de un país donde más del 80% de la población vive por debajo del umbral de la pobreza, sin capacidad de respuesta para un desastre como el que ocurrió sobre ellos.

Las verdaderas causas del desastre no deben buscarse en el movimiento sísmico sino en las condiciones socioeconómicas extremas, las aglomeraciones urbanas, los estilos precarios de construcción, la degradación ambiental, la debilidad del Estado y las presiones internacionales. En suma, en la histórica exclusión y pobreza. Por eso, además de la necesaria solidaridad, América Latina debe aprender las lecciones que deja la catástrofe de Haití.

Por Redacción

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