Artículo escrito por el mismo Juan Bolívar Díaz
Lo que he podido ser y hacer se lo debo en gran medida a mis orígenes junto a “la caña, la yerba y el mimbre/ con los desfiladeros de miel y cristales marineros/ de los pueblos pequeños y vírgenes, que certificó el poeta nacional Pedro Mir. De esos carriles y sus cicatrices salió mi impulso inicial. Y si sigo habitado por la insatisfacción y la decisión de luchar por lo que entiendo el bienestar colectivo, debe haber sido por herencia de la rebeldía que corrió por la llanura oriental en la sangre de aquellos que, como Gregorio Urbano Gilbert, dieron ejemplo de auténtico sentimiento nacionalista. Aunque los manipuladores de la historia los llamaron gavilleros.
Me forjaron los ejemplos familiares, los maestros y sacerdotes que me tocaron, y aunque me hostilizaron en el seminario Santo Tomás por persistir en escuchar, sí religiosamente, las charlas radiofónicas de Juan Bosch, de allí salí con lo mejor del cristianismo, dispuesto a militar en el equilibrio de los dos mandamientos, amar a Dios y al prójimo.
El compromiso definitivo me lo impuso la revolución constitucionalista. En ella dirigí mi primer periódico, cuando apenas culminaba el primer año universitario estudiando filosofía y educación, el semanario Diálogo, mediante el cual los jóvenes católicos defendimos los anhelos democráticos de nuestro pueblo y la soberanía mancillada por la invasión extranjera. De aquella sangre, de esos días aciagos de dolor e impotencia, nacieron y se reprodujeron las energías libertarias de la generación periodística de la que sería parte, la de la década del sesenta, de tantas rebeldías y cambios en el mundo.
El México de todos los exiliados del universo, puso ingredientes importantes en mis esencias, especialmente cuando caí en su más antigua Escuela de Periodismo, la Carlos Septién Garcia, fundada en 1949 por periodistas del progresismo católico, comprometidos con un ejercicio ético y social. En el bosque de Chapultepec escuché a León Felipe, el sublime poeta español del éxodo y del llanto, predicar: “nadie fue ayer/ni va hoy/ni irá mañana hacia Dios/por este camino que yo voy/para cada hombre guarda/un rayo nuevo de luz el sol/y un camino virgen Dios”.
De regreso al país, al comenzar el 1968, se me abrieron generosamente los caminos. Los periodistas profesionales eran solo unos puñados salidos apresuradamente de la escuela de periodismo de la Universidad Autónoma de Santo Domingo, y yo era el primer dominicano que había completado una carrera de periodismo en el exterior.
Apenas tomaba el pulso al país cuando tuve mi primer tropiezo con el poder, el primero de julio cuando el presidente Balaguer celebraba la mitad de su primer gobierno propio. En una rueda de prensa televisada en vivo se me ocurrió recordarle sus dos compromisos básicos de campaña, que devolvería la paz al país y reduciría el costo de la vida, indicándole que los continuos asesinatos políticos y la elevación del costo de la vida me inducían a preguntarle si alcanzaría sus dos objetivos básicos “en los dos años que le quedan”.
El mandatario reaccionó golpeando la mesa y tratando de aplastar al joven desconocido y atrevido. Creo que lo que más le molestó fue la impertinencia de decirle que le quedaban dos años de gobierno. Aquel incidente me lanzó de repente al estrellato periodístico, porque me paré dos veces para sostenerle un animado diálogo, y al día siguiente muchos andaban preguntando de dónde salió el muchacho, 23 años tenía, que sacó de quicio a Balaguer.
René Fortunato en su documental La Violencia del Poder sintetizó el impasse, que me dejaría un sello. De ahí algunos derivan el atentado de bomba que sufrí el 20 de marzo en 1970.
Debo reconocer aquí que durante casi todos los años de sus gobiernos, Joaquín Balaguer ofreció ruedas de prensa, a veces hasta dos por semana, y con frecuencia se le planteaban cuestiones conflictivas.
Aquellos años fueron muy difíciles para el ejercicio del periodismo, y para la libertad de expresión. En un ensayo que escribí en los 80 para un seminario internacional de periodistas, sobre la contribución del periodismo nacional a la democratización del país, sostuve que el arrojo de los periodistas que mantuvieron la libertad de información y opinión fue determinante de que la nación no cayera definitivamente en otra dictadura.