Hoy en día cuando planeamos un viaje a una gran ciudad, sea cual sea, incluimos renombrados museos para poder apreciar las obras de arte más famosas de la historia. Seamos agradecidos con el tiempo que nos toca vivir ya que muchas de esas obras tienen 500 años de antigüedad y hace solo 100 que están disponibles para nosotros los mortales.
Los grandes maestros de la historia pintaban o esculpían para mecenas, la realeza o la iglesia, que las guardaban bajo 200 cerraduras y se tragaban la llave. Uno de los museos más grandes e importantes del mundo, el Hermitage de San Petersburgo, es el resultado de un alma muy ambiciosa.
Pese a que Freud no había nacido para enunciar sus teorías sobre las obsesiones masculinas por el tamaño, los reyes europeos ya se la pasaban midiéndose el tamaño, el de sus ejércitos y el de sus palacios. Semejante cantidad de paredes había que decorarlas, la manera más fácil era captar a los mejores artistas y pedir cuadros a cambio de un título nobiliario, una vida acomodada, un almohadón para sentarse y un simple plato caliente por la noche.
La nota la dio la emperatriz Catalina la Grande allá por mediados del siglo XVIII. Mientras no estaba en la cama con un amante estaba comprando arte a destajo. Con la billetera ametrallada se convirtió en la mayor compradora de Europa hasta el día de su muerte. Como era una erudita y conocedora del ambiente artístico no se le escapaba quienes eran los grandes maestros. Cuando al palacio de Invierno se le llenaron las paredes mandó a construir nuevos pabellones. Eso sí, semejante obscenidad artística la podían disfrutar una docena de ojos. La familia real, algún príncipe extranjero o algún amante camino a la alcoba.
El Zar Nicolás I se sintió un poco culpable, pero muy poco, abrió el palacio para el público, pero para ser considerado público había que ser noble como mínimo. El pueblo no debía ni enterarse de las fortunas que se gastaban en esos caprichos pictóricos.
Con la malaria que había por esas latitudes, si un cuadro frutal de Abraham Mignon caía en manos de un plebeyo más que venderlo se lo comía. La corriente europea de transformar viejos palacios en museos y que el estado administre las colecciones de arte de antaño coincidió con la revolución rusa. Allí fueron un poco más al hueso, nacionalizaron todos los palacios del país y lo colgado en sus paredes.
Se encontraron con que en los palacios reales estaba más de la mitad de la historia del arte europeo. El palacio de invierno se transformó en el Museo del Hermitage (refugio del ermitaño) y por fin los rusos pudieron ver porque a sus antepasados les faltó la comida.
Fuente: Pequeñas piezas de la historia.