No fue solo un techo el que colapsó. Fue la imagen de un país que, durante años, ha construido su desarrollo sobre bases que muchas veces no han sido tan sólidas como aparentan.

La caída del techo de la discoteca Jet Set, un espacio emblemático del entretenimiento en Santo Domingo, ha dejado al descubierto algo más profundo que una falla estructural: ha evidenciado una fragilidad histórica en nuestra cultura ciudadana, institucional y ética.

Más allá del drama local, este hecho tiene repercusiones en nuestra proyección internacional.

República Dominicana no solo es una nación caribeña que lucha por afianzar su democracia y fortalecer sus instituciones; es también uno de los destinos turísticos más importantes de la región. Por tanto, todo lo que ocurre en su esfera pública —especialmente cuando compromete la seguridad— trasciende sus fronteras y afecta su reputación global.

La cultura de lo improvisado, la tolerancia a la chapucería y la normalización del riesgo son síntomas de una enfermedad social que se arrastra desde hace décadas.

En un país donde se privilegia muchas veces la rapidez sobre la calidad, la ganancia inmediata sobre la sostenibilidad, y la vista gorda sobre la fiscalización, lo ocurrido en el Jet Set no puede verse como una simple desgracia fortuita.

Este tipo de eventos no solo cuestan vidas, recursos y confianza interna; también debilitan la marca-país. El turismo, como industria clave para nuestra economía, no se sostiene únicamente en playas y paisajes, sino en la percepción de seguridad, calidad de servicio e infraestructura confiable.

Cada incidente que refleja negligencia institucional o falta de previsión técnica erosiona esa confianza en los mercados internacionales.

Los turistas —y los inversionistas— observan. Lo que para nosotros puede parecer una falla más en la cadena de lo mal hecho, para ellos es una señal de alerta. Y en un mundo globalizado, donde la competencia entre destinos turísticos es feroz, los detalles cuentan.

Un colapso no es solo una noticia local: es un mensaje sobre cómo funciona, o deja de funcionar, una sociedad.

Por eso es fundamental que como nación no nos limitemos a señalar culpables individuales. La verdadera responsabilidad es colectiva.

Este es un momento propicio para revisar nuestros estándares, fortalecer nuestras normativas, exigir mayor transparencia y renovar el compromiso con la ética pública y profesional.

La historia no perdona la repetición de los errores. Y si no aprendemos de estos episodios, no solo seguirán cayendo techos, puentes y estructuras físicas: caerá también nuestra credibilidad como país.

Porque el verdadero colapso no fue solo de concreto: fue de confianza. Y reconstruirla será, sin dudas, el mayor reto de todos.

Por Redacción

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