Ayer murió en Lima otro de los grandes caudillos que han marcado la historia latinoamericana de las últimas décadas. Alberto Fujimori fue el autócrata que gobernó Perú durante 10 años, atornillado en el poder tras dar un autogolpe en 1992 y cerrar el Congreso.
Condenado a 25 años por ser el autor intelectual de las matanzas de los casos Barrios Altos y La Cantuta, cumplió 16 en la cárcel y el pasado diciembre salió gracias a un indulto humanitario.
Tenía 86 años y fantaseaba con presentarse a las elecciones presidenciales de 2026. Fujimori falleció en el domicilio limeño de su hija Keiko, que anunció su muerte a través de la red social X.
El político de origen japonés concitó el repudio más absoluto de todo demócrata y la admiración de los sectores que aplaudieron su lucha a la inflación y la guerra contra la violenta organización guerrillera Sendero Luminoso.
Durante su período, un régimen corrupto y represor, se perpetraron no obstante crímenes abominables orquestados desde el corazón del Estado y gravísimas violaciones de de los derechos humanos, documentadas por los tribunales y organismos internacionales. El grupo paramilitar Colina, teledirigido por su asesor Vladimiro Montesinos, hoy preso, asesinó o hizo desaparecer a medio centenar de personas.
Por eso el indulto, concedido en 2017 y revalidado hace nueve meses por el Tribunal Constitucional por razones de salud, volvió a fracturar a la sociedad. La decisión del alto tribunal contravino incluso una orden de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) y colocó al Gobierno de Dina Boluarte -cuyo primer ministro ya ha comenzado a organizar un funeral de Estado- en una posición de desacato frente al sistema interamericano de justicia.
En este contexto, su fallecimiento mostró la profunda división de la sociedad. Desde “salvador de la paz” a “asesino y corrupto”. Así ven los peruanos al autócrata, que falleció el mismo día en que, a su misma edad, hace tres años, murió Abimael Guzmán, líder de Sendero Luminoso.
Fuente: El País